En una reciente visita a los Confuron-Cotetidot, en pleno invierno burguiñon, tuvimos el raro privilegio de probar los vinos de la casa y los fogones, igualmente famosos, y con razón de Bernadette, la patrona de la “maison”. En el recorrido por la cava, nos acompañó Yves, nuestro Virgilio, sucesor de Jackie, el padre, y a cargo de la producción de los caldos familiares. Esta vez nos ocupamos del millésime 2007, todavía en sus barriles, nuevos en un mínimo porcentaje, desde el básico, pero impecable BOURGOGNE PINOT NOIR, hasta la joya de la corona, el sublime CHARMES CHAMBERTIN, “le Cocó Chanel”, como lo llama Yves, más por su clásica, pero sexy elegancia, que por la coincidencia de las iniciales. En el medio, las delicias del NUITS SAINT GEORGES PREMIER CRU, elaborado con frutas que provienen del norte de la apelación, más sedosos y finos que sus hermanos del sur. Seguimos con el VOSNE ROMENEE LES SUCHOTS, donde se aprecia el estilo que, con otros vignerons como Heri Jayer, Jackie Confuron introdujo en Vosne bajo la lluvia crítica de los tradicionalistas a ultranza.
Mientras nos encargábamos del Clos Vugeot, uno de los pocos Vougeot que merecen el “grand cru” en la etiqueta, y me dejaba convencer por Yves de que el 2007 será superior al extraordinario 2005 y, sin ninguna prisa (que es la pasión de los necios) conversábamos en aquel pedazo de paraíso perdido subterráneo, donde me hubiese gustado permanecer, sin ansiedades platónicas, el resto de mis sedientos días, sentimos la llamada a la mesa dispuesta por la enérgica Bernadette.
Mientras nos encargábamos del Clos Vugeot, uno de los pocos Vougeot que merecen el “grand cru” en la etiqueta, y me dejaba convencer por Yves de que el 2007 será superior al extraordinario 2005 y, sin ninguna prisa (que es la pasión de los necios) conversábamos en aquel pedazo de paraíso perdido subterráneo, donde me hubiese gustado permanecer, sin ansiedades platónicas, el resto de mis sedientos días, sentimos la llamada a la mesa dispuesta por la enérgica Bernadette.
Es bien conocido el apetito de los habitantes de Borgoña, una olímpica negación a todas las dietas, un monumento perdurable a los placeres tantos de la mantequilla y demás lácteos. Después de una comida como la de Madame Confuron es menester escalar varias veces el Montblanc para volver a niveles decentes de colesterol y triglicéridos. Esa noche, poco antes de Navidad, y animados por un vaso de vibrante Aligoté, nos entregamos al memorable condumio: “oeufs en meurette”, preparados con vinos de la casa; caracoles de la viñas flotando en minilagunas de oro derretido y perfumado con hierbas de jardín; castañas asadas y esmaltadas con mantequilla, por supuesto; un insuperable “sanglier en civette”, con un jabalí cazado por el otro hijo de la pareja, Jean-Pierre; quesos (Brillant-Savarin, L’ami du Chambertin, Epoisses y una pieza completa de Citeaux) para terminar con el famoso “gateau au chocolat” de Bernadette. Todo rociado con los tintos Confuron-Cotetidot, un Chambolle Mussigny 1999 y el SUCHOTS 1978, lo más cerca a un Masserati que he probado como vino. Para los lectores de PRODAVINCI, Madame me hizo conocer su receta de los “oeuf en meurette”, un plato tradicional de Borgoña. Dorar un buen trozo de jugoso tocino ahumado en cuadritos, agregar luego mantequilla para dorar las abundantes cebollitas y reahogar los champiñones cortados en cuartos. En una olla grande reducir dos botellas de tinto (las recetas convencionales hablan de una botella, pero aquí nada es convencional)” à feu doux” durante 3-4 horas con par de dientes de ajo, laurel y ramitas de tomillo. Colar y escalfar allí (”Tiene que ser en el vino donde se escalfen los huevos, no aparte, anote eso”, insiste la patrón) cuatro huevos “picatierra”, equivalente a “fermier”, de acuerdo al amigo venezolano Angel Alayón. Sacarlos del líquido y mantenerlos tibios, agregar los sólidos al vino e incorporar, necesario, cucharada de “beurre manié” (mantequilla , harina y perejil) hasta conseguir la consistencia untuosa y aterciopelada. Colocar cada huevo en un crouton salteado en ajo y aceite de oliva y cubrir con la salsa. Al interesar el huevo con el tenedor, asistimos a un espectáculo digno del norteamericano Mark Rothko. El amarillo-anaranjado abandonando su posición en las altura del crouton para integrarse a la voluptuosidad de aquel lecho humedecido, brillante y de un rojo impreciso, pero que se siente en su profundidad y espesura. Justo aquí cuando nuestras retinas se recuperaban de aquella fiesta cromática, comienzan a desprenderse los olores invernales a bosque y sarmiento, a carne pecaminosa y uvas comprometidas que preludian lo que poco después se despliega en boca. Una combinación de sabores y texturas que me regresan a los placeres insuperados de la adolescencia escondida y temblorosa que se iniciaba en el imperio de los sentidos. La consistencia de la combinación se resiste, pegajosa, a dejarse atrapar por las profundidades de la garganta y cubre la lengua con un esmalte tan sabroso como los besos de Sulamita y tan ricos. De regreso del mundo ideal platónico al más bajo de la realidad, mi aristotélica confusión ante la copa vacía era más que obvia. “El vino está en el plato”, me dice Jackie, con picardía típica burguiñona, para desmentirla rápidamente con un joven VOSNE ROMANÉE 2005, ácido y afilado, justo lo necesario para conducir, aguas abajo, a aquella sustancia exquisita y densa en la cual se había transformado la mezcla de huevos y todo lo demás. Sentía que el colesterol se alegraba de ser desdoblado por aquel tinto solar y brillante que venía en auxilio de mi pobre hígado. Pensé, antes de volver al frío, en el doble ascenso, que me había prometido, al inalcanzable Montblanc y decidí que la promesa de no volver a pecar era suficiente para dormir sin mayores sobresaltos y arrepentimientos.
Vía: Prodavinci.com
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