Los días pasan rápido en estas islas tan privilegiadas del Caribe, a pesar de que las jornadas son considerablemente más largas que en París. Termina hoy la invitación del buen amigo Jerry Murphy para pasar una semana en Saint Martin. Han sido siete días memorables, rodeados por la amabilidad de esta gente (”the friendly island”, la llaman, esta vez con razón, los gringos), la amistad de “Murph”, las playas, la buena comida y, sobre todo, los vinos. Tanto los de “La cave de Marigot”, como los que se trajo mi amigo de Filadelfia. Doce botellas, una más impresionante que la otra. Y sin el sectarismo que caracteriza en estos días a tanto “amateur”. Todas en magnum: “Es el único tamaño que compro, los demás son o muy pequeños o muy grandes. Cuando no las hacen las encargo.” Y así, escanciamos botellas de HAUT-BAILLY ‘49 (su año de nacimiento), SOCIANDO MALLET ‘86, LE PIN ‘75, AUSONE ‘70, CLOS ST. HUNE ‘83, CORNAS CLAPE ‘76, CLOS PARANTOUX HENRI JAYER ‘90, LA ROMANEE ‘90, CLOS DE LA ROCHE VIEILLES VIGNES PONSOT ‘78 y cosas por el estilo. Para hoy, jueves, la última cena, la última botella, mi anfitrión ha conservado lo que llama, con la arbitrariedad acostumbrada, un “vino tropical del Mediterráneo”. Una magnum de BANDOL ROSE CHATEAU DE SELLE DOMAINE OTT 2003.
Tenía razones el traumatólogo de Filadelfia para guardar esta botella. Una de las pocas exigencias que me hizo cuando me llamó a París para hacerme la invitación, era que preparara una “brandade”. Una preparación típica provenzal, perfecta para enjugarla con un vino de Bandol. La “brandade”, del viejo provenzal “brandado”, participio de “brander”, que es algo así como agitar, es un plato de bacalao que, probablemente, se originó en los barrios marineros de Marsella. Un plato popular, pues, que se ha convertido en un clásico de la gastronomía mediterránea. La preparación es de lo más sencilla. Se trata de “mechar”, como se dice en Venezuela, un buen trozo de 500 gramos (para dos personas) de bacalao noruego calibre 000, desalado, hervido por diez minutos y deshuesado. El mechado se lleva a un caldero con tres dientes de ajo en láminas y se pone a fuego mediano sobre el fuego. Aquí es cuando comienza el “brandado” con cuchara de madera se comienza a trabajar la carne, al tiempo que se le va incorporando, en dulce delgado y dorado hilo, una taza de aceite de oliva extra-virgen. Se recomienda uno de los buenos aceites provenzales, es lo justo. Pero, al menos aquí, me acojo al consejo que me diera Alain Ducasse, y utilizo el extra-virgen de Sasseti Livio, producido en las alturas de Montalcino. Después de unos quince minutos de incesante pero suave batido, en el cual todo el líquido dorado se incorporó a los blancos sólidos, la preparación se ha tornado cremosa. Pero “faite attention, les enfants!”, no queremos hacer una pasta. La idea es conservar la textura del bacalao. Recordemos que no era, en su origen, un platillo sofisticado. Estamos aspirando a un Cezanne, con cierta bastedad (”bien cuillard”, como diría el maestro), no a un Ingres, todo delicadeza. Aquí, bajamos el fuego y le agregamos, también a filo, una buena y cremosa (plena de sagrado colesterol) taza de leche. Batimos por otros diez minutos ” y listo.
Recetas posteriores quieren sumarle un poco de puré de papas a la “brandade”, es probable que no quede mal, pero no es mi estilo (tampoco el Escoffier si a eso vamos). La acompañamos con los “famosos” (su expresión) crutones al ajo de Murphy. Esta es la receta clásica. Con una variación defendida por Ducasse y amigo, y a la cual yo no encuentro impedimentos. Y consiste en cubrir la blanca desnudez de la “brandade” con una lluvia negra de láminas de trufa. “Esta me la regaló Daniel Boulud, dice Murphy, mientras se dedica a reducir aquel tesoro perfumado del tamaño de una pelota de ping pong. El resultado tuvo algo de extraterrestre. Una sensación que se reforzó a medida que bajaba el contenido, rosa claro y dorado, con aromas a cítricos tropicales (Murphy tenía razón, “après tout”) y duraznos, generoso en boca, con la acidez necesaria para deconstruir las moléculas grasas del bacalao, de aquel inolvidable BANDOL CHATEAU DE LA SELLE DOMAINE OTT 2003. Por unos instantes, lo puedo jurar, sentí que Saint Martin, la isla toda, flotaba y acuatizaba, suavemente, en la desembocadura del Ródano, en un mar tan azul como este Caribe a donde me trajo la generosidad del doctor Jerry Murphy.
Foto: T Dornbusch
Fuente: Prodavinci.com
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