lunes, 7 de septiembre de 2009

Il boccon divino: Banquete en La Serenissima

Por F. Point

Estoy por un par de días en Venecia, invitado para un almuerzo-cata con vinos del Venetto y Friuli. Nuestro reservado encuentro enogastronómico contrasta con el gran acontecimiento que anima a la ciudad con la “Mostra”, el Festival de Cine, que convoca a los realizadores más serios del planeta. Puede que Cannes sea más popular, pero Venecia no se preocupa por la popularidad sino por la calidad. Por eso la lista de ganadores del León de Oro incluye cantidad de filmes desconocidos por el común de los mortales, pero que son el material más apreciado por las cinematecas de todo el mundo. Este año, por primera vez en su larga historia, la muestra se inaugura con una película italiana: “Baaria”, de Giuseppe Tornatore, inmortalizado por su “Cinema Paradiso”. Este año, el director ha sido el objeto de la ira de la sofisticada izquierda veneciana, mayoría desde hace décadas en las votaciones a autoridades municipales.

Su alcalde, el filósofo Mássimo Cacciari, es la mejor expresión de esta “sinistra” veneciana: elegante, barbado, refinado, amigo de Mutti y monseñor Ravasi, lector de Leopardi y Paul Celan, asiduo de las temporadas de ópera en La Fenice y amigo de los buenos vinos y la buena mesa. Era previsible que la película de Tornatore fuera protestada, si recordamos que el “financiatore” fue nada menos que Silvio Berlusconi, sin duda, el personaje más detestado por los habitantes de la ciudad de agua. La proverbial falta de sincronización del protocolo italiano (invitaron a Cacciari a dos almuerzos al mismo tiempo) nos privó de la asistencia del “sindaco” a la cata.

Pero los otros invitados estábamos allí, puntualmente, en el lobby del Hotel Europa & Regina para tomar el vaporetto que nos llevaría hasta Rialto y de allí, en una corta caminata hasta la FIASCHETTERIA TOSCANA, el restaurant escogido para el almuerzo-degustación. Ahí nos esperaba Roberto, el discreto y entendido sommelier del local, para conducirnos al segundo piso y al desfile de platillos regionales. El comienzo fue el más auspicioso, todos declaramos que teníamos mucha hambre y que estábamos dispuestos a dar cuenta de todo lo que el chef tuviera a bien enviarnos desde sus fogones. No sé si fue por este goloso acuerdo o por la cercanía del festival, pero no pude menos que pensar en los compinches de La gran comilona. La cata comenzó con una muestra de los blancos de Josko Gravner, el excéntrico producto friulano. En primer lugar su RIBOLLA, un vino purísimo, envejecido en ánfora enormes, producido con la uva homónima. Luego el más complejo, raro y excitante BREG GRAVNER, producto del ensamblaje de vinos producidos con uvas Sauvignon, Chardonnay, Pinot Grigio y Riesling Itálico, que Roberto reservó para el pescado. La RIBOLLA se encargaría de enjuagar los “antipasti” y el arroz. Mientras esperábamos que el chef entrara en calor, dimos cuenta de unas bandejas de jamón San Danielle, también del Friuli, con 24 meses de cura. Poco después comenzó el espectáculo de maravillas producidas en la laguna de Venecia: “Schie frite”, (mini camarones que se frién todavía vivos en aceite de oliva hirviendo, lo cual no impide que algunos salten del sartén, reacios a formar parte de un humano condumio, pero de balde) con polenta; “Sfogi in saor” (en este caso, sardinas en el más insospechado escabeche); Bacalao a la crema (el bacalao hervido y trabajado a fuego lento con aceite de oliva y crema de leche hasta formar una pasta untuosa y aterciopelada que, en la boca, por su viscosidad recuerda placeres mayores; Moscardini (pulpos enanos) en una ligera salsa de tomate aromatizada con azafrán que conjuga todas las bondades del Mediterráneo. Más RIBOLLA, mientras esperábamos el rey de los antipastos venecianos, el Dogo de las entradas, el Ticiano de los platillos que anteceden a los grandes temas: los “moeche en fritura”. El moeche es un cangrejo de piel blanda, similar al que crece en el estuario del Delaware, cerca de Baltimore, pero más pequeño y de textura más fina. Se sirven enteros, fritos, ligeramente empanizados y se llevan a la boca con las manos. Es una experiencia orgásmica, lo que alimentó la lujuria de Casanova y la imaginación erótica de Byron y no es difícil sentirse como ambos después de ingerir una buena media docena de este regalo de unos dioses que, ese día, estaban de buen humor.

El risotto es un plato que se ha difundido por toda Italia desde sus orígenes lombardos. En Venecia conoce una variación que ha sido bautizada con el más veneciano de los nombres, ”rissoto à l’onda”, las mismas pequeñas olas que mecen las góndolas de La Piazzeta, y que se distingue porque es ligeramente más asopado que su hermano milanés. Durante ese “pranzo”, el chef se decidió por el “Risotto di zucca, lardo e burro al vino rosso” (auyama, la grasa curada del tocino, mantequilla y vino rojo) que se encontraba en el paladar con del GREG GRAVNER y lo trasportaba a uno de los pequeños canales de la Giudecca hacia una nocturna e imaginaria cita furtiva. El risotto dio paso a una de las especialidades de la FIASCHETTERIA, los “Tagliolini neri con salsa di astice” (especie de vermicelli negros con salsa de langosta de la laguna) que Roberto, con la agudeza que lo caracteriza, animo con sendas botellas de VALPOLICELLA SUPERIORE, una de Giuseppe Quintarelli y otra de Romano dal Forno, maestro y discípulo enfrentados en estilos diversos, absolutamente tradicional el primero y más moderno el segundo. Ambos deliciosos vinos que dividieron la opinión de los asistentes. Como nunca he sido muy amigo de nada que sea demasiado moderno, debo decir, que reconociendo las grandes calidades del Dal Forno, preferí el de su maestro. En la grata compañía de ambos tintos, seguimos hasta la “Anguilla nostrana a la griglia” (Anguilas la parrilla) con su carne blanquísima y aceitosa, esa sirena del Mar del Norte, como la llamó un poeta genovés, que se sintió a sus anchas con los reiterados baños de Valpolicella Superiore. Para el esperado final, los vinos se hicieron esperar. Y merecían la espera, porque lo que íbamos a enfrentar era a dos de los tintos más perfectos, concentrados, complejos, excitantes, profundos y sabrosos del planeta: los AMARONE DELLA VALPOLICELLA Quintarelli y Dal Forno, en su versiones 1985. Para los cuales al maestro de los fogones le pareció justo subirnos copiosas cantidades de “Fegato di vitello alla veneziana” (higado encebollado, como lo llaman en América).

La cocción perfecta, el interior rosado, con vivaces manchas de sangre y una consistencia de mousse. La sencillez del plato estaba hecha para destacar las bondades del Amarone, uno de los mejores vinos de la Tierra en las manos de Quintarelli o Dal Forno. De nuevo preferí el caldo del maestro, aunque, entre los asistentes el discípulo se mostró más popular, más Festival de Cannes. Todavía no sé cuál será la película que obtendrá el León de Oro este año, pero si algún Tornatore, más independiente, nos hubiese grabado durante ese almuerzo memorable, con seguridad su cinta sería la vencedora. Y Roberto y el chef tendrían que compartir el premio Volpi por el mejor desempeño protagónico. Venecia, decía algún inglés, es lo más cerca que existe a una ciudad de aire. Esa tarde, caminado de regreso hacia el hotel sentí, con todo el peso de mis noventa kilos largos, y la ayuda de los grandes vinos de GRAVNER, QUINTARELLI y DAL FORNO, que todos en Venecia flotábamos, y que los canales no eran sino una metáfora líquida de los vientos que todas las tardes llegan del Adriático para cubrir de niebla los callejones de la Serenísima.

Vía Prodavinci.com

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