sábado, 28 de marzo de 2009

Il boccon divino: “La bottarga de Cammillo”

Por F.PointDespués de una reunión con el Comité Organizador de VINITALY, la más grande de las ferias eno-gastronómicas de la península, que se organiza en Verona cada primavera, me llego en tren hasta Florencia por dos razones importantes. La primera, una exposición de Jorge Eduardo Eielson en Palazzo Vecchio, una rara ocasión de dialogar con la plástica del gran poeta peruano; la segunda, aceptar la invitación de unos amigos venezolanos para probar lo que según ellos es la “mejor pasta del mundo”.

Al llegar a Stazione Santa Maria Novella, me encuentro con Herman, Diego y Santiago Sifontes. “Tiene hambre, maestro?”, me precisa un sonriente Herman.
Al sentirme descubierto sólo se me ocurre responderle: “Yo siempre tengo hambre”. La muestra de Jorge Eduardo es una suerte de retrospectiva mínima de su trayectoria como artista plástico. Un montaje, varios lienzos y algunos sublimes “kipus” (los nudos que los incas utilizaban para contar, como los chinos el ábaco), teñidos a la manera tradicional de los indígenas de su país. Es una feliz coincidencia que una sala del Palazzo Vecchio de Florencia, una ciudad que hizo del teñido una industria formidable, albergue las obras de un artista procedente de una cultura insuperada en el arte del teñido. Florencia está tan bella como cuando se ve por primera vez, con su luz rosada y armoniosa, un resto que queda de cuando el mundo era un lugar más grato. Caminamos sin prisas a lo largo del Arno desde piazza Ognissanti hasta Ponte Vecchio, para atravesarlo y llegar a Borgo San Jacoppo. “Aquí es”, dicen al unísono los tres venezolanos que viajaron desde Londres hasta Florencia por motivos puramente gastronómicos: cenar en la “Enoteca Pinchiorri” un día y el otro en “Cammillo”, donde preparan la famosa pasta. No es la primera vez de los Sifontes en el puesto, donde parecen ser recordados sobre todo por el apetito. “Cammillo” es uno de los restaurantes más viejos y tradicionales de Florencia. “Es el único donde preparan bottarga”, me aclara el pequeño Santiago, mientras ataca los antipastos que incluyen flores de calabacín en una fritura ligera como una mariposa; frittura de sesos y langostinos; ventresca de atún con fagioli y un jamón cortesía de Massimo, el agradable copropietario del local: “Lo preparamos nosotros mismos in ‘azienda’, es muy bueno”. Y es difícil no estar de acuerdo con él. “Ya vengo” y regresa con cuatro cuencos de barro rebosantes de una salsa cuyos olores harían llorar de felicidad a un fantasma . “Son tripas que preparé yo mismo; el secreto es que al final le agregó un poco de mantequilla; no está en el menú, es sólo para nosotros; hay gente que se come hasta dos platos”. Para contribuir a la digestión, Herman ha escogido dos Chianti, uno tradicional y uno “moderno”. El primero, y mejor en mi opinión, fue un Ruffino Riserva Etiqueta Dorada. El segundo, distinguido pero afrancesado es un Castello di Ama 2003. “A mí también me gusta más el primero”, afirma Diego ante la mirada poco menos que atónita del padre. Como quiera que sea, apurar un Chianti en Florencia, frente a unas tripas, es un placer que asocio con otra experiencia italiana: los huevos escalfados con fonduta y trufas blancas en “L’Antica Corona Reale da Renzo”, acompañados por un Barolo Monfortino de Roberto Conterno.
“Ecco la bottarga”, y el bigotudo mesero dispone ante mis ojos cansados de tanta crema de leche, un plato de spaghetti cubiertos por una lluvia de oro en polvo, si el oro en polvo supiera a algo. La pasta, estrictamente “al dente”, se luce con estos granos dorados de la arena de los mares del Olimpo, que no pueden ser muy distintos a los que bañan Cerdeña, de donde proviene el “mugine”, el pez que produce estas huevas que luego son secadas al aire marino durante semanas. Y uno siente que no otra cosa es lo que le servía Calipso a Ulises y que esa fue la razón, no la belleza de la ninfa, la que llevó al esforzado héroe a permanecer siete años en su isla. Y que no otra cosa tiene que haber servido el elegante capitán Nemo a sus invitados en alguno de sus forzados banquetes. La bottarga de “mugine” pertenece los grandes placeres gastronómicos de todos los tiempos, con el caviar, la trufa de Piemonte y el foie gras. Nada que venga del mar se le compara. Acaso las improbables y legendarias medusas fritas de algunos raros puertos del Mediterráneo y cosas por el estilo. “Debo reconocer que tenían razón”, les digo, agradecido, a mis amigos venezolanos, esta es la “mejor pasta del mundo”. Una razón de más, como si hubiera pocas, para regresar a la ciudad de Fra Angelico y Gozzoli, Leonardo y Miguel Angel, Pontormo, Roso y Bronzino. La gran ciudad renacimental con su Duomo, su Galería Ufizzi, su Palazzo Pitti, su Battisterio y su “Trattoria Cammillo”.

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