martes, 21 de abril de 2009

Il boccon divino: la lapa de Hugo Batista

Por F PointLas políticas proteccionistas, a favor de las especies en vías de extinción, que se han implementado en Europa a lo largo de las últimas décadas han comenzado a dar resultados. Hasta hace apenas unos veinte años, al menos aquí, en París, no estaba tan difundida la oferta de “gibiers” como en las temporadas más recientes. Ahora es posible, sin mayores dificultades, adquirir notables piezas de caza, como ciervos de lo Pirineos; “biches” (la hembra del venado) de Alsacia; jabalí de las montañas de Borgoña o de Avelino, en la Campania italiana; faisanes de la región del Loira; liebres de Normadía y muchas más.

La “saison”, que acaba de terminar, fue especialmente pródiga para este cronista, que se confiesa adicto a las carnes de caza. Entre otros condumios, cuento el lomo de ciervo, simplemente al horno con su compota de frutas, de “Lameloise”; la sorprendente “lievre royale” de Alain Dutournier en su “Carré des Feuillants”; el jabalí brassato con su discreta acidez de tomates Sanmarzano, de Alfonso Iaccarino en su “Don Alfonso”, el mejor restaurant italiano al sur de Florencia; otro jabalí, esta vez guisado en vino tinto de Borgoña, salido de los fogones de Madame Confuron en Vosne Romanée, o su ciervo, de la misma región, en “civette”; la biche del “Café Constante”, el simpático y acertado bistrot de Christian Constant; los pichones de la joven Madame Escoffier en su pequeño “Ma cuisine”, de Beaune y unos cuantos más. Todos extraordinarios, desde el exquisito ingenio de Dutournier hasta la robusta cocina regional de Bernadette Confuron.

Cada vez que me enfrento a uno de estos platos, lo hago con la misma gula que sentía Santa Teresa por las hostias, al punto de ser reprobada por su confesor cuando se la encontró comulgando, por segunda vez, en los servicios vespertinos. Aunque no sólo por eso, ha sido siempre la madre de Ávila mi santa preferida. Y cada vez que lo hago recuerdo cuando tuve la oportunidad de probar la lapa en uno de mis contados viajes a Venezuela. De lo cual hará cosa de veinte años o algo por el estilo. Había ido a participar en un concurso de pesca del pavón y a aceptar la invitación de la amiga María Fernanda Palacios a dar unas conferencias en su universidad. A la salida de una de esas charlas, María Fernanda me dice: “Esta noche cenamos en la casa, te tengo una sorpresa”. Las suyas son sorpresas que siempre agradezco, porque siempre han sido estupendas. Al llegar a su apartamento, quedé subyugado por los olores que salían de la cocina. Que se trataba de una pieza de “gibier” era indudable, como que era primera vez que olía algo parecido; un aroma acidulado, con frutas del campo y sol, transparente y alegre. “Este es Hugo Batista, maestro como artista y como chef”, y me presentó a un hombre de mediana estatura, muy blanco, de pelo canoso, con anteojos que no disimulaban una mirada que me pareció, al mismo tiempo, inteligente, pícara y noble, buen conversador y con la fineza de los diplomáticos de otra época. “Lo que Hugo está preparando es una lapa, algo que nunca has comido, Fredie.” Después de los dos o tres Tío Pepe míos y la misma cantidad imprecisa de escoceses de Hugo, pasamos a la mesa. En una gran bandeja nadaban, con evidente regocijo, los trozos dorados y lustrosos del inédito animal. Los aromas se habían domesticado y se integraban en un olor rico en frutas y compotas, vino y verduras que me recordaba a algún “lapin” del “Grand Vefour”. La generosidad venezolana comenzó a llenar mi plato con las mejores piezas, hasta que expresé, con un gesto del cual no he terminado de arrepentirme, que era suficiente. Una experiencia inolvidable. Aquella carne rosada y turgente, como la tez de las cortesanas venecianas de Palma Vecchio, protegida por su propia piel, blanda y cubierta, como la de las mujeres aceitadas de las playas de Margarita, con una salsa brillante y ligera con los matices olfativos de la cornucopia tropical. La carne blanda, con una textura firme y homogénea, delicada, que, con nobleza, se había enriquecido con los ingredientes. Algo sencillamente exquisito. “Hay muchas maneras de prepararla”, comenzó Hugo, “yo he llegado a esta receta porque me parece que respeta el sabor de la lapa que es tan delicado. Lo primero es trocear el animal, lavarlo con vinagre y agua y ponerlo a marinar, de un día para otro, con ajoporro, zanahoria, su hoja de laurel, algunas hierbitas de Provence, nada de ajo, y vino, que tiene que ser blanco, no tinto, como hacen algunos. Al día siguiente, se espolvorean las piezas con harina, se salpimentean, se doran dulcemente, se regresan a la bandeja y se hunden en la marinada, al cual se le ha agregado suficiente caldo rico de pollo para cubrirlo todo; se tapa con papel de aluminio y se pone sobre un par de hornillas a fuego lento”. “Por cuánto tiempo”, pregunto. Y Hugo sin titubeos: “El que le lleva a tres amigos bajar un frasco de Etiqueta Negra.” “Al final”, concluyó, “cuando estén blandos se sacan los trozos, se cuela la salsa, se reduce y, de ser necesario, se espesa con una o dos cucharadas de “beurre manié”. Lo mejor para acompañar esta lapa es un blanco de Borgoña, como este Mersault-Perrières, que no sé de dónde sacó María Fernanada, por ejemplo. “La próxima vez me traigo una caja de Bâtard-Montrachet”, prometí con desmesura, pero convencido de que era la mejor manera de recompensar aquella revelación culinaria, auspiciada por generosidad de María Fernanda Palacios y la sabiduría del querido y recodado Hugo Batista, maestro como artista y como chef.

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